21 Nov Desarrollar personas… valores… y equipos
Solo hay que quererlos. ¿Es así de fácil? Pues creo que no. Bueno, es así, quizá, en la última fase. Cuando el aprendizaje fundamental se haya terminado. Estoy hablando de la educación de nuestros hijos. Creo que, además de quererlos (¡Fundamental!) hay que hacer muchas más cosas. Lo más importante es trasladarles los valores esenciales que deben presidir sus acciones a lo largo de su vida.
Para trasmitir valores hay que, primero, creer firmemente en ellos para que tus acciones en el día a día no los contradigan, incluso si en el corto plazo nos pudieran perjudicar.
Segundo, saber que es una carrera de fondo y que solo el tiempo, los años, van consolidándolos poco a poco, día a día, casi imperceptiblemente, pero irrevocablemente.
Tercero, ser conscientes de que todos los avances conseguidos se pueden perder en un instante de debilidad, simplemente traicionándolos en una acción determinada. Por ello, siempre hay que estar alerta y tratar de no sucumbir ante las numerosas tentaciones que surgen en el camino.
Cuarto, hay que ser constante y persuasivo y no desaprovechar oportunidad alguna en la que se puedan poner en evidencia, para que las personas que te rodean los perciban con claridad.
Solo así conseguiremos que llegue un día en el que, de pronto, por arte de magia (algunos le llaman suerte), nuestros hijos se conviertan en mayores, en adultos sensatos, conscientes de sus actos y de las consecuencias de los mismos, autónomos, independientes, diferentes a ti, pero con los patrones de conducta alienados con los valores inculcados y coherentes con ellos. Es cuando te das cuenta de que lo has conseguido y de que la primera fase de su educación ha concluido. Entonces hay que poner en marcha la segunda fase, que consiste, ahora sí, en solo quererlos.
Eso significa no desperdiciar ni una sola oportunidad de verlos, estar con ellos, abrazarlos, besarlos y no cometer nunca el error de tratar de enseñarles de nuevo, cuando discrepemos de sus decisiones, ya que si el trabajo de la primera fase está bien hecho, aunque no compartamos esas decisiones, seguro que estarán bajo el paraguas establecido. Lo único que conseguiremos con ello es que se vayan alejando de nosotros.
Igual pasa en el escenario directivo, con tus colaboradores directos. ¿Solo basta con “quererlos” (entiendo por esto delegarles parcelas de tu responsabilidad adecuadamente y dejarles hacer) para que crezcan? Pues creo que no. Hay que hacer muchas más cosas.
Lo más importante es trasladarles los valores esenciales que deben presidir sus acciones a lo largo de su vida profesional, manteniendo criterios y comportamientos que sean coherentes con los niveles de exigencia y respuestas que se exigen de ellos.
Para el desarrollo y formación de nuestros equipos, de las personas que trabajan con nosotros, en nuestras decisiones, en la forma de ejecutarlas, tenemos que ser fieles a nuestras creencias, valores, a nuestro estilo de liderazgo para que éste se manifieste y sea coherente a través de nuestras acciones, siendo conscientes de que si queremos mantenerlos cohesionados y que esto perdure en el tiempo, no podemos caer en la tentación de los atajos (decisiones que reporten alto beneficio en el corto plazo, pero que “quemen” el largo plazo). Debemos cuidar el trato personal día a día y hacer que nuestra gente haga su ejercicio mental siguiendo las pautas y reglas de juego establecidos en base a los valores que pretendemos inculcar.
Y al igual que ocurre con nuestros hijos, de pronto, un día, te das cuenta de que tus equipos son autónomos, que tu papel se limita a marcar el camino, los objetivos, y de facilitarles los medios para llegar a ellos. A partir de ahí, tu gente hace el resto del trabajo y no debemos interferir en cómo lo hacen, ya que esto te alejará de ellos, en vez de acercarte y poder convertirte en su consultor experto, aquel que tiene la “auctoritas” (autoridad en el sentido romano). Es decir, de prestigio y crédito que se reconoce por la legitimidad moral, calidad y competencia humana y profesional.
Entonces, alguien vendrá y te dirá ¡Qué suerte tienes! ¡Qué hijos! ¡Qué equipo! Y en ese momento, esbozando una amplia sonrisa, sabrás que el trabajo está bien hecho.